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Ante la terrible verdad: La intelectualidad latinoamericana elige la mentira














Guillermo Rodríguez G.





3erPolo
















...si conoces a los demás y te conoces a ti mismo,
ni en cien batallas correrás peligro;
si no conoces a los demás, pero te conoces a ti mismo,
perderás una batalla y ganarás otra;
si no conoces a los demás ni te conoces a ti mismo,
correrás peligro en cada batalla 
Sun Tzu

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Hace treinta años apareció un libro que desataría el odio irracional de una “intelectualidad” latinoamericana acostumbrada a disfrutar la repetición complaciente de sus propias mentiras, al punto que llegaría a ser quemado por un grupo de fanáticos en medio de una de las mayores Universidades del sub-continente; el libro, Del Buen Salvaje al Buen Revolucionario, de Carlos Rangel, contiene todos los elementos requeridos para despertar semejantes reacciones en aquellos que un premio novel como Hayek denominaba “profesionales de la reventa de ideas”, no sólo en estas tierras, sino mucho más allá. Rangel describió muy bien la gran paradoja Latinoamericana –empezando por lo inadecuado de esa palabra creada para escapar de la realidad Hispanoamericana– que es la de un conjunto de naciones que al alcanzar la independencia política sumaban en sus territorios la mayor población, capital, infraestructura, poder militar e instituciones culturales más avanzadas del continente, tenían en común cultura, idioma, tradiciones y habías alcanzado la independencia por acciones políticas y militares en muchos sentidos comunes en las que comandantes y soldados lucharon más allá de sus territorios desarrollando estrechas y complejas redes políticas continentales en un proceso que sacudió la sociedad colonial hasta sus cimientos, ante las asombrosamente pobres, débiles, despobladas e incultas 13 colonias inglesas que muy al norte alcanzaran poco antes su propia independencia. Paradoja inexplicable que en apenas medio siglo ya despuntaran los Estados Unidos como la primera e indiscutida potencia del Continente, en camino de llegar a ser la primera potencial del globo entero, mientras Latinoamérica se hundía aceleradamente en la pobreza, el atraso la debilidad y la impotencia.

 

Tal paradójico espectáculo histórico fue y sigue siendo insoportable para una intelectualidad de rastracueroso y tinterillos que rumiaban sus envidias de secretarios malpagados de los ignorantes y folclóricos caudillos, y más aún para aquella que ni al cargo de amanuense llegaba, y que con el tiempo lograría, refugiándose en las vetustas Universidades, vivir con comodidad a costillas del tesoro público rumiando su envidia e impotencia personal y nacional. Unos pocos verdaderos intelectuales se atreverían en semejante estercolero de mentira y mediocridad a rasgar los velos que otros tejerían pacientemente con mitos recurrentes, absurdos  y aún internamente contradictorios. La luz de la verdad que pudiera entrar tan osadas rasgaduras era tan insoportable para esa tristísisma “intelectualidad” como para la opinión pública por ella formada. Destacado entre estos, Rangel explicó tan descarnadamente nuestras paradojas y nuestros mitos, como desmontó las tramas de mentiras que para justificar dichas paradojas se han tejido con esos mitos. Desde la increíble adopción de la evidentemente falsa tesis del “Buen Salvaje” de Rousseau, precisamente en aquél continente en el que el francés eligió creer que existían salvajes que por su alejamiento de la civilización desconocían sus males y vivían en pacifica y feliz armonía ajena a la propiedad y la moral, por ser aquél en que se sabía a ciencia cierta que sus naturales, desde los más primitivos a los más avanzados, no eran en nada ajenos a ninguno de los males de los que la ignorancia de Rousseau los declaro desconocedores. Como el buen salvaje de Rousseau pudo llegar a mutar en el revolucionario marxista, únicamente por la vía de la leninista teoría de la dependencia, que ante la evidente falsedad de la profecía de Marx, sobre la depauperación de un proletariado que no dejaba de mejorar su nivel de vida, empeñado en desmentir al profeta de los adoradores de la historia, presentaría la salvadora teoría de la explotación de las colonias y las naciones atrasadas por los poderes occidentales. Que aún en dichas colonias lo que se pudiera llamar el proletariado prosperase más y más, que la presencia de los capitales imperialistas subiera aceleradamente los sueldos locales allí donde llegara, y que el comercio libre favoreciera tanto a los pobres como a los ricos, y quizás más a los pobres. O que los EE.UU. se transformaran en potencia a base de ser un importador neto de capitales con una balanza negativa de más de un siglo, sin mencionar la infinidad de evidencias de la falsedad de los asertos leninistas, en nada los afectó. El leninismo dio en un clavo imprevisto; el de la justificación del propio fracaso como responsabilidad de otros. Un amplio desarrollo de eso, que tan popular es a lo largo y ancho del llamado tercer mundo, es quizás el mayor –y el más triste– aporte original latinoamericano a la cultura global. Y digo quizás porque no es exclusivo del tercer mundo el complejo y los mitos. En muchos sentidos será la misma mitología de unos países Europeos ante otros primero, ante Gran Bretaña principalmente, y de Europa toda ante los EE.UU. llegado el momento. Claro que cuando digo “países” simplifico para referirme a sus respectivas “intelectualidades”. De ahí la similitud entre la obra de C. Rangel y la de J.J. Servan, del análisis descarnado de similares realidades paradójicas. Y aunque la reacción mayoritaria –entre la mal llamada intelectualidad– fuera de rechazo fanático, desdén arrogante y ceguera voluntaria –y aún voluntariosa– la magnitud de la tragedia que ocultan aquellos velos que la obra de Rangel apenas pudo rasgar, es que la negación permanece intacta y sigue mutando sus mitos justificadores y compensatorios.

 

La gran tragedia de la paradoja Latinoamérica es que no hay tal paradoja, aquella aparente riqueza era la riqueza mercantilista dependiente del privilegio del poder Estatal, aquella notable cultura de las seudo elites intelectuales en nada se relacionaba con la realidad mas que en notables y brillante excepciones, aquello era el producto del más grande imperio de su tiempo –ya decadente por sus propias contradicciones internas– que tuvo la capacidad de diseñar e imponer hasta el más pequeño rincón del gigantesco imperio en que “no se ponía el sol” la presencia efectiva de un Estado desmedido, interventor de precios y regulador del último detalle de la producción y el comercio y con ello, más abundante en reglamentos que en producción y comercio. Un Estado rico y repartidor de privilegios en una sociedad inmensamente pobre es lo que el poderosos imperio de Felipe II impuso hasta el último rincón de un imperio en que fundar un poblado sin permiso de la corona era motivo de la cruel persecución de por vida hasta la captura y muerte del osado. Que fuera esa cultura la que enseñaban aquellas universidades, la que entendían aquellos libertadores, la que mantenían aquellos hacendados, formados por generaciones en la ciega obediencia a un Estado tan desmedido e interventor como el que nos sigue ahogando hoy. Pero paradoja sería que muy poco diferentes eran los valores de la monarquía inglesa, y allí donde la presencia de la corona británica en las más valiosas colonias de su más temprano y relativamente pequeño imperio se impuso y tuvo el poder de regular y modelar tanto como la española, ahí tenemos el mismos atraso que en esta otra América. Las islas del caribe, colonias británicas, francesas y holandesas, por más anglosajona y protestante que fuera la cultura y las instituciones que se les impusieron, no se transformaron en potencias económicas, políticas o militares, nisiquiera lograron su independencia, sino muy tardíamente y carecen de la unidad política con que iniciaron la suya las 13 colonias del norte. La débil y escasa presencia de la interventora corona en aquellas lejanas colonias del Norteamérica y la relativa debilidad interna del despotismo monárquico, aún el propio suelo ingles es lo que generó la aparente paradoja. Colonias no menos británicas se transformaron en éste continente y en el resto del mundo en naciones tan –o aun más– subdesarrolladas que las ex colonias españolas. La potencia sólo surgirá ahí donde la corona no pudo imponer su asfixiante presencia, donde el autogobierno de un pequeño y muy limitado Estado permitió que se desarrollara un pueblo rico. Esa es la clave de lo que parece una paradoja sin serlo, y es también la clave de la solución  del atraso y debilidad en el que nos han sumido más las mentiras de nuestra inepta intelectualidad que las mismas instituciones que la iniciaron. Ese es le camino que nos señaló la obra de Carlos Rangel hace 30 años, y que unos pocos verdaderos intelectuales han seguido en estas tierras. La paradoja a desentrañar es porque, pese a la miseria que eso nos causó y nos sigue causando, los Latinoamericanos amamos repetirnos las mismas mentiras y odiamos a quien nos muestra la verdad. La respuesta pasa por comprender la naturaleza y funciones propias del Estado, y los efectos perniciosos de forzarlas, así como por apreciar la real naturaleza de los valores culturales y las instituciones jurídicas sobre las que se desarrolló el capitalismo liberal, aquellas de las que carecemos los pueblos que jamás hemos logrado superar realmente la triste etapa del mercantilismo y nos empeñamos en retroceder a la descivilizadora del socialismo. Romper esos mitos, no sólo rasgando los velos, sino con la esperanza real de un futuro mejor del que es la semilla el capitalismo popular que existe, lucha y sobrevive inconsciente de su propia naturaleza intima, alejado de sus mejores intereses y carente de una expresión política liberal tan poderosa como propia y auténtica. Construirla es el principio del camino a la liberación, la paz, el desarrollo y a prosperidad de nuestros pueblos... y es sólo el principio
















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